sábado, 10 de octubre de 2009

Debraye 1

Debrayes cotidianos

La siguiente columna puede ser testimonial o de ficción, los recuerdos no siempre son tan claros como la autora quisiera.

Ahora de adulta, recuerdo dos veces en que he sentido un terror irracional. La primera vez fue hace varios años con una película que se vendía como el testimonio de lo sucedido a unos jóvenes mientras realizaban un documental. Sí, acertaron, nada me da más pena que confesar que una noche de terror irracional fue cortesía de la invisible Bruja de Blair.

Recuerdo que esa vez habíamos ido al cine enganchados por el asunto de la película tipo documental y que, al salir, fue pretexto para toda una charla burlona, pues sólo se oían gritos y no se veía a la dichosa bruja. Por supuesto que a partir de ahí, cualquier montoncito de piedras se volvió parte de la broma cotidiana, pero lo que yo no sabía es que la bruja acabaría por “echarme al guante” a mí también a través de tremenda perturbación a mi ya de por sí exaltada imaginación.

Recuerdo que esa noche desperté durante la madrugada. Fue de esos días en que, como si fuera lo normal, tus ojos simplemente se abren para dar paso al desconcierto del por qué se han abierto durante la obscuridad. Y entonces, pasó.

Es una mezcla de sueño y vigilia y, en ese trance, la imaginación se apodera de tus emociones. Recuerdo que comencé a sentir un profundo terror, alimentado por la estúpida bruja y la oscuridad. Tampoco sé (ahora suena tan lógico) por qué no prendí la luz, todo hubiera terminado tan fácil. Pero es que en la noche hay ciertas emociones que se magnifican, como si entraras a otra dimensión y toda racionalidad se desvaneciera. Recuerdo que no quería ni moverme en la cama pues “algo” (bruja, monstruo o lo que fuera) estaba bajo la cama y yo estaba espantadísima. Creo que mi almohada absorbió unas cuantas lagrimitas que salieron de mis ojos, hasta que sin darme cuenta, me quedé dormida por lo que restaba de la noche.

Al día siguiente, por supuesto, me pareció totalmente absurdo el asunto del ente terrorífico bajo la cama, y concluí que la noche dejaba salir a los monstruos que encerraba nuestra imaginación.

La segunda noche terrorífica sucedió durante unas vacaciones de verano. Fuimos a Veracruz, a Catemaco y decidimos buscar un lugar para acampar. Después de haber sido acosados por dos “cazaturistas” motorizados que nos hablaron de un lugar llamado ecobiósfera, donde había un bonito lugar de campamento “no muy caro” (lo cual fue falso porque nos salió casi igual que un hotel). El fotógrafo, dueño del lugar, nos explicaba que lo que se rentaba también era “la vista”, pues, efectivamente, era un lugar rodeado de una vegetación profusa que extasiaba todos los sentidos. Como ya era tarde y la luz se iba a ir pronto, levantamos la tiendita de campaña, dimos una breve caminata por los alrededores, cenamos unas tostaditas con doña Francisca y volvimos al campamento. Félix, el fotógrafo, bajó a preguntarnos qué tan resistente sería nuestra tienda de campaña porque en esos días había estado lloviendo mucho. Inmediatamente miramos hacia el cielo, un tanto sorprendidos, pues no había signos de un torrencial aguacero, pero Félix sin hacer caso a nuestra incredulidad ya estaba buscando qué poner encima de la casa de campaña.

Así pues, después un rato Daniel y yo estábamos ya instalados, con una lona gruesísima encima y sin mucho más qué hacer. Eran las diez de la noche, éramos los únicos acampando y las familias de las cabañas estaban ya encerradas en sus habitaciones.

A las once comenzaron los rayos. Y los truenos. Todo retumbaba. Un pájaro emitía su canto monótono y nosotros encerrados en la tienda con el aire cargado de mucha humedad. Acomodamos bien la lona negra y quedamos en completa obscuridad, pues la lona nos aislaba de la lluvia, la luz de los relámpagos y todo contacto con la naturaleza.

Así dormimos a intervalos. Despertando para ver si la casa aguantaba. Deseando sacar un poco la cabeza para respirar el aire fresco.

Entonces sucedió. Sentí unos golpecitos en la tienda y me desperté sobresaltada. Abrí los ojos que no hacían más que captar el negro denso y los volví a sentir. Justo encima de mi cabeza. Me volví loca. Daniel estaba dormido y yo apreté las teclas de mi teléfono para generar una luz tenue y entonces me dio más terror, pues lo que fuera podría ver la luz de adentro. Daniel despertó y me preguntó: ¿Eres tú? Y yo, con el grito ahogado le contesté: noooo. Y escondí el teléfono entre mis ropas.

Mi corazón bien podía hacerle competencia a los truenos de tono grave que retumbaban en la jungla. Se apoderó de mí el mismo terror que aquél día. No pude dormir por un buen rato. Una serie de pensamientos absurdos se apoderaron de mi mente. Mi racionalidad trataba de convencerse que había sido la lona mal sujetada y movida por el viento. Pero a continuación vinieron imágenes de un perro hambriento husmeando afuera de la tienda, un animal desconocido buscando alimento, cocodrilos voraces con sus fauces abiertas, el coco! (sí, suena absurdo, lo sé), jaguares, leones, ufff, no sé qué más imaginé en todo ese rato que duró la paranoia, ni cuánto tiempo exactamente duró. Todo adornado por los truenos, el pájaro incansable, aguaceros intermitentes y una oscuridad penetrante.

Después, vino el aguacero mayor. Una copiosa lluvia se apoderó del entorno y pude despejar de mi cabeza los terribles demonios que me acechaban desde fuera de la frágil casa de campaña. Ni la bruja de Blair saldría con semejante tormenta. Llovió y llovió. Hasta la madrugada. El agua me había salvado.

Al día siguiente, al salir de la casa de campaña, todo estaba hermoso. El pasto, el paisaje, el aire fresco. Félix nos preguntó cómo la habíamos pasado, que era la lluvia más abundante que habían tenido en todo el año. Igual nos preguntaron los huéspedes de las cabañas, todos. Éramos los héroes de la tormenta. Horas de lluvia intensa y nosotros como si nada.

Qué vergüenza. Si supieran que horas antes nos moríamos de miedo.


Itzel Saucedo Villarreal